Uno de los elementos que definen la cultura de una organización es la cualidad de las conversaciones (verticales u horizontales, internas o externas) que tienen lugar en su seno. Son, o debieran ser, el pegamento entre el propósito (a dónde queremos llegar) y la realidad (dónde estamos, qué hemos de hacer para avanzar). Las buenas conversaciones tienen poder transformador. Para limar aristas, para resolver conflictos, para explorar futuros.
En momentos anteriores de la historia, el objetivo de las conversaciones trascendía tanto lo cortés como lo puramente utilitario. El diálogo socrático perseguía explorar nuevos conocimientos. Goethe consideraba la conversación como un intercambio creativo, «el arte de las artes». A partir del siglo XVI, en los salones literarios franceses se desarrolló una cultura de la conversación disciplinada abierta a la introspección, a la historia, a la reflexión filosófica y científica, a la evaluación de las ideas.
Por contra, hay síntomas de que la práctica de conversar, quizá incluso el propio concepto de conversación, se está hoy deteriorando. El cotorreo, el hablar por hablar, habitual en las tertulias de la televisión y en los grupos de WhatsApp, consiste en conversaciones inanes, intrascendentes. Según algunos expertos como Sherry Turkle o Richard Sennet, el uso extensivo de la comunicación electrónica tiene como consecuencia la devaluación del significado de las relaciones y de la conversación.
Son aún peores las conversaciones tóxicas, que envenenan el ambiente, separan en lugar de unir, polarizan en lugar de concertar, contribuyen a enquistar los conflictos más que a resolverlos. Las vemos con demasiada frecuencia en los parlamentos y en la política en general. También en las organizaciones en las que se desarrolla una cultura de la queja, que conduce a insistir más en los problemas que en las oportunidades, en señalar a los presuntos culpables más que en la disposición a diseñar respuestas con futuro.
Quiero pensar que somos todavía muchos los que disfrutamos cuando una conversación «conjuga la ligereza con la profundidad, la elegancia con el placer, la búsqueda de la verdad con la tolerancia y con el respeto de la opinión ajena», como dice Benedetta Craveri en La cultura de la conversación, y los que sentimos su falta cuanto más se aleja la realidad de este ideal. Pero, para lograr ese ideal en una empresa, conviene reflexionar sobre cómo diseñar, proponer y facilitar conversaciones que transformen el propósito, la cultura y el alma de la organización. Mantener una buena conversación, y más aún propiciarla, es un arte, que, como todas las artes, requiere combinar de modo consciente creatividad y disciplina. Detrás de una buena conversación, al igual que detrás de un buen solo de jazz, hay, además de la improvisación creadora, muchas horas de práctica.
Conversaciones transformadoras
Me referiré en adelante solo a las conversaciones transformadoras, las que tienen un impacto directo en la evolución de un proyecto de transformación cultural u organizativa, porque sus reglas son distintas y más exigentes que las de aquellas cuyo objetivo es solo informativo, como también que las de las conversaciones ejecutivas para la toma de decisiones sobre asuntos ya previamente definidos y debatidos o para el seguimiento regular de actividades y proyectos.
El aumento de la complejidad de las organizaciones y de los retos a los que han de hacer frente ha propiciado la aparición de una amplia variedad de metodologías aplicables a las conversaciones transformadoras. Todas ellas coinciden en su objetivo de lidiar con tres problemas que, según el diagnóstico del experto en gestión de organizaciones Peter Drucker, aparecen espontáneamente en cualquier colectivo: confusión, fricción y resultados por debajo de lo esperado.
Una conversación sobre un tema complejo es propensa a la confusión, sobre todo si el número de participantes es elevado (en la práctica, mayor de dos). No solo porque es probable que haya tantas percepciones como personas acerca del asunto a tratar, sino sobre todo porque una conversación es un proceso que, como todos los procesos, va a la deriva fácilmente si no hay unanimidad acerca de su para qué. La falta de claridad acerca del propósito de una conversación ocasiona confusión y fricciones.
El propósito de una negociación
Imaginemos, por ejemplo, que el comité de empresa y la dirección se reúnen para negociar un nuevo convenio colectivo cuando el negocio está en un momento delicado. La negociación empieza como una conversación que tomará un rumbo muy diferente si las partes comparten el objetivo de salir ambas ganando o si cada una pretende (casi siempre sin declararlo) ganar a expensas de la otra. En este último caso, lo más probable es que la situación evolucione hacia un conflicto colectivo, un escenario en el que ambos pierdan.
La clave del asunto es la conciencia de que, en una negociación, además de su objetivo formal (el convenio, por ejemplo) está también en juego la relación entre las partes. Si esta ha de sobrevivir a la negociación, lo adecuado es plantearla como parte de un juego infinito, en que la pérdida de confianza mutua y el deterioro de las relaciones puede ser mucho más relevante que una ganancia material a corto plazo. Desde esta óptica, es importante que ambas partes compartan el objetivo de evitar que la negociación derive en un conflicto y de reconducir el conflicto a la negociación en caso de que se produzca.
Las preguntas tienen poder
En situaciones caracterizadas por un exceso de confusión o de fricción, resulta demasiado fácil caer en la tentación de apresurarse hacia respuestas rápidas y a (sobre) valorar el rol de los que se creen con la capacidad de aportarlas (de ahí el auge de los influencers y los populismos). Con frecuencia, sin embargo, se infravalora o ignora el poder de las buenas preguntas. Sobre esta cuestión me permito la libertad de proponer al lector un doble ejercicio. El de releer (o leer, en caso de que no lo conozca) en este excelente manual las reglas de una negociación eficiente y verificar hasta qué punto su aplicación requiere la presencia de ánimo y la habilidad de plantear una y otra vez preguntas poderosas. Muchas de las cuales son sencillas solo en apariencia (¿para qué estamos aquí?, ¿qué harías si estuvieras en mi lugar?, ¿qué otras opciones tenemos?, ¿con qué criterios valorarlas?). Plantear la pregunta adecuada a la situación requiere de entrada la disciplina de estar presente con una escucha activa. Y también una cierta valentía, porque las preguntas poderosas son a menudo incómodas.
Rituales para conversaciones transformadoras
Muchas de las metodologías diseñadas para propiciar conversaciones transformadoras se estructuran en torno a rituales, entre cuyos ingredientes están las reglas para conducir la conversación. Estas reglas pueden incluir el requisito de que todos los presentes expliciten su interés en participar en la conversación (quizá como parte de la ceremonia de check-in), así como la garantía de que todos tendrán la oportunidad de hacerlo (de lo contrario, ¿qué sentido tiene su presencia?). También existe el compromiso de escuchar con atención las intervenciones de los demás, así como el de centrar las intervenciones en el contenido de la conversación y no en la identidad o características de quienes intervienen en ella.
Otro ingrediente común a esas metodologías es asignar explícitamente determinados roles y responsabilidades a algunos de los presentes, como la gestión del tiempo, la de levantar una bandera roja cuando considere que la conversación no está tomando un buen rumbo o la de actuar como relator del resumen de lo tratado y acordado.
Con todo, la más delicada, pero quizá también la más trascendente es la designación de un facilitador cuya misión es ayudar a la fluidez de la conversación, aunque sin intervenir en sus contenidos. Este asunto, además de la cuestión del diseño de un espacio en el que albergar buenas conversaciones, queda para una próxima ocasión.
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