A tenor de lo que se publica últimamente, el mundo del trabajo anda tensionado entre varias realidades en apariencia contradictorias.
Por un lado están los empresarios que lamentan no encontrar el talento que necesitan en el mercado de trabajo. Así como las consultoras especializadas que detectan que «la guerra por el talento humano es brutal» entre las compañías, e incluso que «el talento humano es el talón de Aquiles de la economía española».
Por el otro, la tasa de desempleo en España sigue siendo alta cuando, según datos del INE, el 24,4 % de los parados tiene un título de educación superior. Y destaca la incidencia del paro entre los grupos de menor edad (28,52 % entre los menores de 25 años).
En paralelo, en línea con lo que sucede en otros países, se constata que cerca del 40 % de los profesionales se sienten «quemados» en su trabajo. Algo no encaja. Si los datos son sólidos, quizá la supuesta guerra por el talento no lo sea tanto. Veamos…
¿Qué es el talento humano?
De entrada, la definición de talento no es fácil ni unívoca. Resulta que el talento es en parte como la belleza: difícil de definir, pero reconocible en cuanto se presenta. Para algunos, el talento es la capacidad para desarrollar con mucha habilidad una actividad. Así, una persona con talento sería competente, experta o fiable en un determinado contexto.
En el caso concreto del denominado talento digital (para el que, dicho sea de paso, no existe una definición precisa), el examen de ofertas de trabajo en plataformas de empleo indica que lo que más a menudo se persigue es encontrar candidatos con conocimientos y experiencia en entornos tecnológicos específicos, sea como desarrolladores o como usuarios expertos.
En cambio, desde una perspectiva alternativa, la persona con talento se distinguiría por su especial capacidad o aptitud para aprender con facilidad. En consecuencia, se esperaría que fuera adaptable, versátil y capaz de desenvolverse en entornos complejos o inciertos.
El contraste entre ambas acepciones de talento es relevante en una doble dimensión. Una persona competente en un determinado entorno puede muy bien sentirse desorientada o a disgusto trabajando fuera de su ámbito de competencia. Y, a la inversa, es muy probable que quienes se desenvuelven bien y gustan de aprender en situaciones nuevas acaben por desmotivarse si se les encasilla demasiado tiempo en un ámbito estrecho.
La misma dualidad aparece desde la perspectiva de la empresa. Una organización cuya cultura valore la estabilidad aprovechará el talento de modo distinto de aquella en la que prime la flexibilidad.
La guerra por el talento humano
Aparte de lo mencionado, hay más motivos para considerar con precaución el concepto de guerra por el talento humano, que apareció por vez primera en una publicación de McKinsey de 1998. En un contexto de efervescencia de la «nueva economía», en la primera era de internet, la consultora recomendaba luchar por el mejor talento directivo, con «capacidad de adaptarse, de tomar decisiones con rapidez en situaciones inciertas y de fijar la dirección en medio de cambios drásticos».
El pinchazo de la burbuja punto-com dos años más tarde propició una revisión crítica de la bondad de ese planteamiento de guerra, porque se utilizó para justificar aumentos desorbitados en la remuneración de altos ejecutivos. También porque fomentó la aparición de culturas tóxicas que condujeron a sonados fracasos corporativos como el de Enron. Un precedente que conviene tener en mente cuando las batallas por el talento digital se justifican por la expectativa de una nueva ola de disrupciones propiciadas por conceptos emergentes como la web y el metaverso.
Lo que parece latir en el fondo del asunto es que algunas de las hipótesis en que se basa el concepto de guerra por el talento humano son erróneas, o como mínimo cuestionables:
- Sobrevalorar el impacto del talento individual. La cultura de empresa no solo se merienda a la estrategia, sino que puede bloquear el desempeño o inutilizar las contribuciones de las personas más brillantes.
Resulta plausible, por ejemplo, atribuir a la cultura conservadora de las operadoras de telecomunicaciones el que ninguna de ellas haya sido protagonista del despegue de la economía digital durante los últimos treinta años. Eso, a pesar de contar en sus laboratorios de investigación con mentes brillantes con títulos de doctorado e incluso Premios Nobel, como fue el caso de Bell Labs.
Por contra, como el éxito de Toyota ha demostrado, una cultura que propicie procesos colaborativos efectivos hace posible que los resultados del trabajo en equipo superen a los de la suma de talentos individuales.
- Adoptar un criterio binario para clasificar y gestionar a las personas. Ello conduce a dar preferencia a cuidar, promocionar y compensar a las personas con talento, a la vez que a ignorar, penalizar o incluso proscribir a quienes se ha clasificado como «no-talentos». Sin embargo, no hay una correlación evidente entre la buena salud de una empresa y la remuneración de sus altos ejecutivos. Por contra, la discriminación excesiva provoca que quienes se consideren relegados no tengan interés en demostrar a la compañía lo mejor de sus capacidades.
Es cierto que hay gente que dimite de aprender y de adaptarse, pero también que existen entornos y culturas que desmotivan este esfuerzo. Es probable que una buena parte de los empleados que se sienten «quemados» en su trabajo sean etiquetados como «no-talento», cuando lo que sucede en realidad es que no encuentran incentivos para desarrollar y demostrar el que tienen.
- Dar por sentado que el talento es un atributo personal (se tiene o no se tiene) y que es escaso. Si bien es innegable que hay talentos innatos, el talento también se desarrolla con la práctica, porque resulta de la combinación de conocimientos (que se pueden aprender), de habilidades (que se desarrollan practicándose) y de experiencias.
En una famosa conferencia TED, Ken Robinson apuntaba que los talentos humanos tienen algo en común con los recursos naturales. En algunos casos hay que escarbar por debajo de la superficie para encontrarlos; en otros, cultivarlos para que florezcan.
Cuando tenía 23 años, después de no haber conseguido que ninguna universidad le contratara, Albert Einstein entró como empleado en la oficina de patentes de Zurich, lugar donde no destacó por su desempeño. Sin embargo en 1905, tres años más tarde, publicó cuatro contribuciones extraordinarias a la Física de su tiempo, incluyendo la teoría de la relatividad (que, al ser considerada como demasiado atrevida, no fue por la que le concedieron el Nobel).
Lo anterior sugiere que la estrategia de atraer talento humano, ahora de moda, no es ni la única ni por fuerza la mejor para hacer crecer el acervo de talento en una organización. El mundo del fútbol demuestra que atraer a jugadores con talento a base de tirar de talonario o de esgrimir intangibles como la calidad de vida no es garantía de resultados, ni siquiera de compromiso. No hace falta que mencionemos ejemplos.
La alternativa es aumentar los esfuerzos orientados a reconocer, desarrollar y retener el talento interno, incluyendo tanto el ya identificado como el latente. A las recomendaciones habituales (formación, reskilling, compensación, etc.) se añade últimamente la de una gestión dinámica del pool de talentos en función de las necesidades puntuales de la empresa, como una oportunidad para que los profesionales amplíen sus experiencias.
Esto requiere tanto mejorar el conocimiento (incompleto) que las empresas tienen de los conocimientos y capacidades de sus empleados, como facilitarles información sobre las oportunidades de movilidad interna.
Para ello proliferarán iniciativas de aplicar técnicas de inteligencia artificial. Ante esto, conviene tener presente, aparte de cuestiones como la privacidad, que el talento humano tiene algo de intangible. Que no basta con atraerlo: hay que seducirlo; ya que retenerlo implica entretenerlo. Y que la inteligencia artificial carece hoy por hoy de inteligencia emocional.
¿Cómo está atrayendo y gestionando tu compañía el talento humano a día de hoy?
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