Para abordar con mejores posibilidades de éxito la transformación de un sistema complejo —y todas las organizaciones lo son en alguna medida—, conviene considerar las respuestas a cinco preguntas poderosas: ¿Por qué cambiar? ¿Para qué? ¿Qué hay que cambiar? ¿Cómo lo haremos? ¿Quién tendría que participar?
Resulta frecuente prestar más atención a las tres primeras cuestiones que a las otras dos, pero eso no es suficiente, porque muchos procesos de cambio fallan o se atascan en el cómo. Según un conhttps://www.ekon.es/blog/plan-recursos-humanos-para-ayudar-negocio/ocido aforismo, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La realidad a la que apunta el aforismo es que tanto las buenas intenciones (¿Para qué actuar?) como las buenas ideas (¿Qué hacer?) necesitan el complemento de un cómo o conjunto de cómos que hagan factible llevarlas a la práctica.
Es algo que puede resultar obvio para quienes hayan intentado decorar una habitación a base de muebles de Ikea. A menos que tengan una idea clara de lo que quieren, les costará decidir entre la multitud de alternativas disponibles en la tienda. Pero, incluso si aciertan en su elección, habrán de superar el reto de cómo ensamblar lo que hayan comprado.
Cambiar, ¿para qué?
Los informes de las consultoras coinciden en señalar que un porcentaje significativo de los procesos de transformación obtienen resultados por debajo de las expectativas. Y también coinciden en apuntar como una de las causas la falta de un buen para qué, una motivación clara y convincente que justifique emprender cambios significativos.
Sobre este punto, creo que habría sido más acertado traducir el título del recomendable libro Start With Why, de Simon Sinek, como Encuentra tu para qué (y no Empieza con el porqué). Los porqués parten del pasado (o de un presente que será pasado enseguida), mientras que los para qués apuntan hacia el futuro que perseguimos. Los porqués ayudan a proporcionar motivos para emprender un cambio; los para qués son necesarios para guiar el trayecto. Quien haya pasado por la experiencia de reformar una vivienda a buen seguro es consciente de la diferencia entre ambas preguntas: apuntar a lo que nos desagrada y queremos cambiar es mucho más fácil que concretar y comunicar lo que queremos.
La diferencia entre por qué y para qué aparece también en las decisiones sobre tecnología. Las empresas del sector introducen productos cada vez mejores porque los avances tecnológicos lo hacen posible, con el resultado de que, a veces, las novedades se puedan percibir como soluciones en busca de problemas. Utilizar tecnología obsoleta puede ser más efectivo que dar el salto a una tecnología nueva cuando esta es aún inmadura, o demasiado cara, o cuando no responde al para qué que perseguimos.
Si decido, por ejemplo, cambiar mi iPhone porque el antiguo no funciona, puedo escoger desde un iPhone12 (1.079 euros) a un iPhone SE (489 euros). Lo que me obliga a preguntarme: «¿Para qué invertir en el artefacto más potente? ¿Para qué podría utilizar lo que ahorraría comprando el más barato?». Como en tantas ocasiones, la pregunta bien planteada contiene ya más de la mitad de la respuesta.
Formular un para qué de forma clara y convincente puede no ser tan fácil en el caso de una organización. Incluso si se diera un acuerdo amplio sobre por qué cambiar, resulta casi inevitable que haya visiones diferentes y a lo peor contrapuestas acerca de los objetivos de futuro. En estos casos, hay que prestar atención a cómo explorar, escoger y comunicar alternativas de una visión compartida por los colectivos relevantes.
Hay para ello muchas metodologías recomendables, la mayoría de ellas basadas en implicar a los empleados en el proceso de exploración y decisión. Para aprender acerca de estas metodologías, recomiendo, por ejemplo, Humble Leadership, de Edgar Schein, y Appreciative Inquiry: A Positive Revolution in Change, de David Cooperrider y Diana Whitney.
Si la cultura de la empresa no incorpora de algún modo la participación de los empleados en las decisiones, surge una nueva cadena de preguntas sobre el para qué y el cómo modificar esa cultura. Tema para otra ocasión.
Un cambio es un proceso
En una organización, como en todo ser vivo, un cambio es un proceso. Requiere un tiempo y un tempo, un ritmo. Lo podemos acelerar y encauzar, pero solo hasta cierto punto. Un proceso de cambio no se puede diseñar, planificar y conducir con una precisión similar a la de la fabricación de un aparato o la construcción de un edificio, porque hay personas implicadas cuyos comportamientos y reacciones son imprevisibles. La variedad de modelos que intentan conceptualizar un proceso de cambio colectivo vienen a coincidir en dividirlo en etapas:
a) clarificar el propósito del cambio;
b) evaluar los recursos y capacidades de la organización;
c) seleccionar y diseñar las iniciativas transformadoras;
d) ejecutarlas;
e) consolidar los cambios realizados;
f) evaluar e iterar.
Como sucede a menudo con las recomendaciones de los consultores, se trata de una lista razonable de propuestas sobre qué hacer, pero que deja muy abierta la cuestión de cómo llevarlo a cabo. Una referencia muy citada sobre transformación organizativa nombra ocho errores comunes relacionados con el cómo que hacen fracasar iniciativas de transformación. Por ejemplo, el de no crear un equipo con la capacidad y el poder de guiar el cambio. O el de no eliminar los obstáculos que se interponen a la nueva visión. Pero que sean errores fáciles de cometer no implica que sea sencillo encontrar cómo evitarlos.
Sobre la cuestión de el cómo, resulta destacable el resultado de una encuesta en EE. UU. a casi 2.000 ejecutivos a los que se les preguntaba sobre el impacto de aplicar una lista de 24 acciones prácticas concretas en sus procesos de transformación. Los procesos en los que se siguió un método riguroso que implicaba aplicarlas todas tuvieron una tasa de éxito que triplicaba la media del conjunto. Al mismo tiempo, solo los procesos que incluían como mínimo una quincena de esas actuaciones tenían una probabilidad de éxito superior al 20 %.
De entre las acciones contempladas en la encuesta, las de mayor impacto resultaron ser las relacionadas con la comunicación, tanto en la preparación del proceso como durante su desarrollo. Un ejemplo de estas acciones es comunicar a todos los niveles el impacto previsto de los cambios en el día a día de las personas. Las acciones relativas al liderazgo, a la implicación real de los directivos en los cambios, figuraban en segundo lugar. Otro grupo de acciones con impacto notable eran las relacionadas con la claridad en la asignación de roles y responsabilidades y con abrir la participación activa en el proceso a empleados comprometidos y de alto potencial.
Se puede observar que todas ellas son actuaciones que comportan cualidades —como comunicación, consistencia, compromiso, alineamiento o liderazgo— no siempre fáciles de valorar sobre la marcha (en el lenguaje de un artículo anterior, las calificaríamos como analógicas). Sobre la mayoría de ellas puede decirse lo mismo que sobre la belleza: que es difícil de definir, pero la reconocemos enseguida cuando aparece.
Aquí llegados, es posible que algún lector se interese por cómo poner en juego estas cualidades. Pienso que una respuesta sensata contiene tres ingredientes:
- observar con atención a quienes las practican;
- reflexionar sobre lo que observamos y sobre cómo aplicarlo a nuestras circunstancias;
- atreverse a practicar.
No es casualidad que se parezcan tanto a las que recomiendan para aprender a interpretar jazz: escuchar buena música; aprehender cuanto queramos emular; ensayar prescindiendo de la partitura. Para conducir una transformación, al igual que para tocar jazz, la partitura es solo una orientación; lo que marca la diferencia es lo que pone el intérprete.
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